Desde hace un tiempo venimos escuchando —y si no lo has hecho aún, prepárate para que empiece a sonar más a menudo— el término techlash. La palabra, una fusión de technology y backlash (algo así como reacción o rechazo), pone nombre al creciente escepticismo, crítica y resistencia hacia el poder acumulado por las grandes corporaciones tecnológicas. Pero no se trata solo de Silicon Valley, ni de gente techie con mucho tiempo libre. Este fenómeno global tiene implicaciones muy concretas para el tercer sector y, en particular, para quienes trabajamos en lo social.
El desencanto tecnológico
Durante décadas, la narrativa dominante nos vendió que la tecnología era una especie de camino inevitable hacia el progreso. Una autopista digital hacia un futuro mejor. Las herramientas digitales eran presentadas como neutras, eficientes, democratizadoras. Pero con el tiempo, ese discurso se ha ido desmoronando. Hoy sabemos que la tecnología no es neutral —nunca lo fue— y que sus efectos dependen profundamente de quién la diseña, con qué fines y bajo qué condiciones.
A día de hoy, acumulamos pruebas más que suficientes: vigilancia masiva, explotación de datos personales, polarización social, algoritmos opacos que refuerzan sesgos… El caso Cambridge Analytica no fue una excepción, sino la punta del iceberg. A eso se suman las denuncias sobre condiciones laborales en almacenes de Amazon, los vínculos de poderosos empresarios tecnológicos con agendas políticas regresivas o el uso de inteligencia artificial para decisiones que afectan a derechos fundamentales como el acceso a servicios sociales, vivienda o justicia.
Este desencanto tecnológico no es un capricho distópico, es una reacción legítima ante un modelo que ha priorizado el beneficio por encima de las personas.
¿Y el tercer sector?
En medio de esta ola de crítica, no podemos mirar hacia otro lado. El techlash también nos interpela a quienes trabajamos en organizaciones sociales. Porque, aunque muchas veces lo hacemos desde la precariedad o la urgencia, también nosotras hemos incorporado herramientas digitales sin preguntarnos demasiado por sus implicaciones. Google Drive para almacenar datos sensibles. WhatsApp para comunicarnos con personas en situación vulnerable. Redes sociales comerciales para difundir proyectos que buscan la justicia social. Todo gratuito. Todo fácil. Pero… ¿a qué precio?
La pregunta incómoda, pero urgente, es esta… ¿estamos reforzando —sin querer— estructuras tecnológicas que reproducen las desigualdades que queremos combatir?
Sabemos que la digitalización no es opcional, pero quizás sí lo es la forma en la que la llevamos a cabo. Y ahí es donde empieza la oportunidad.
El trabajo social siempre ha sido —o ha aspirado a ser— una práctica crítica, situada y transformadora. ¿Por qué no aplicar esa misma mirada a nuestras decisiones tecnológicas? Frente al uso automático de herramientas diseñadas por grandes corporaciones, se abre una vía más coherente con nuestros valores: apostar por una tecnología ética, social y democrática.
Esto no significa necesariamente dejar de usar herramientas comerciales de un día para otro, pero sí implica:
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Formarnos en soberanía tecnológica, para entender qué opciones existen más allá del duopolio Google/Microsoft.
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Explorar plataformas libres, comunitarias, sin fines lucrativos, como alternativas reales.
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Cuestionar la opacidad algorítmica, especialmente cuando se trata de decisiones automatizadas que afectan derechos.
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Proteger activamente los datos de las personas con las que trabajamos, tratándolos con el mismo cuidado con el que tratamos su historia de vida.
También implica algo quizás menos tangible, pero igual de importante: abrir espacios dentro de nuestras organizaciones para reflexionar juntas sobre cómo usamos la tecnología, para qué, y desde qué lógicas. No es solo cambiar de herramientas; es cambiar de enfoque. Pasar de una digitalización funcional a una digitalización con alma.
Organizaciones como Xnet o Eticas llevan años impulsando este debate, proponiendo marcos que priorizan los derechos digitales, la justicia algorítmica y la autonomía ciudadana. No se trata de volver al papel, sino de avanzar hacia un ecosistema digital más justo, transparente y humano.
No se trata solo de tecnología, sino de poder
El techlash no es simplemente una moda o una palabra de moda en medios especializados. Es la expresión de una tensión creciente ¿quién diseña el mundo digital? ¿Con qué fines? ¿Y en nombre de quién?
En ese sentido, es también una oportunidad para que el tercer sector asuma un papel protagonista en la construcción de alternativas. Porque si hay algo que sabemos bien en este ámbito, es que ningún cambio estructural se logra sin resistencia colectiva. Quizás ha llegado el momento de que esa resistencia también sea digital.
El reto es grande, sí. Pero también lo es nuestra capacidad de imaginar otros futuros tecnológicos. Más cooperativos. Más justos. Más humanos. Y sobre todo, más coherentes con la misión social que nos mueve.
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